Gustavo Alberto Lema, con todo su bagaje como extraordinario auxiliar, no está hecho para la grandeza que exige el trono de Pumas. No basta haber sido la sombra de un genio como Antonio Turco Mohamed, porque tomar las riendas de este equipo requiere de un liderazgo indomable, de una comprensión visceral del futbol y de lo que representa para la hinchada. Desde que asumió el mando, Lema no ha ganado nada. La inercia que dejó el Turco se desvaneció como el humo de un fuego que ya no arde, y lo que queda es un equipo perdido, tambaleante, incapaz de devolver la gloria que una vez iluminó el camino de la Universidad.
La afición Puma, esa masa incansable que ha sido leal en la victoria y en la derrota, ya no puede más. La paciencia está agotada, la esperanza se evapora y la octava estrella se aleja cada vez más. Sumar derrota tras derrota en pleno aniversario 70 no es solo una desgracia, es una afrenta al graderío, un insulto a la historia que Pumas ha construido a lo largo de décadas. Ni siquiera a la memoria del club le tiene respeto esta gestión. Porque mientras el equipo se hunde, quienes dirigen el destino de Pumas desde sus despachos se muestran ajenos al sufrimiento de una hinchada que lo ha dado todo. No solo ignoran la urgencia de un título; ignoran la identidad misma del equipo.
En lugar de levantar el espíritu Puma en este momento tan simbólico, este equipo se empeña en mancillar su propia historia. Y lo peor es que, de seguir por este camino, acabaremos haciéndonos pequeños. Terminaremos dándoles la razón a aquellos que siempre nos señalaron con el dedo, asegurando que nunca fuimos verdaderamente grandes. Cada vez que el equipo tropieza, cada vez que caemos de rodillas ante rivales menores, sentimos cómo esa grandeza se escapa entre nuestros dedos, cómo el orgullo universitario se diluye ante la mediocridad.
Y todo por culpa de una directiva abyecta y obtusa, que no entiende ni respeta lo que significa este equipo. En lugar de formar un plantel a la altura de la institución, han traído a jugadores extranjeros que apenas pueden mantenerse en pie, futbolistas mediocres que no saben lo que significa llevar la camiseta de Pumas en el pecho. No hay garra, no hay pasión, y lo que debería ser un equipo combativo, fiel a los ideales universitarios, se ha convertido en una caricatura triste de lo que alguna vez fue.
Me tocó ver a Pumas coronarse bicampeón, viví el Tucazo y esos días de gloria en los que ser de Pumas era un motivo de orgullo inquebrantable. Pero hoy, esa nostalgia no puede sostener el peso de la desesperación que siente la afición. La urgencia por la octava estrella nos ha llevado al borde del abismo, y cada nueva derrota es un golpe más a nuestra ya maltrecha identidad.
Ser de la UNAM siempre ha sido una cuestión de lucha, de resistencia, de no rendirse jamás. Pero hoy, ese mismo orgullo parece desvanecerse. Porque no es solo el equipo el que está en crisis, es todo lo que significa ser Puma lo que está en peligro. Morir siendo fiel a esta causa parece cada vez más difícil cuando lo que amamos se convierte en una sombra de sí mismo.
El tiempo de las excusas se acabó. Lema, con todo lo que pueda haber aprendido como segundo al mando, no es el líder que puede salvar este barco que se hunde. Pero no es solo él quien debe cargar con la culpa. La directiva, con su ceguera y su arrogancia, ha dejado que este equipo se pudra desde adentro. Los jugadores extranjeros que trajeron no están a la altura, no entienden la responsabilidad que conlleva vestir esta camiseta. Y mientras ellos fracasan en la cancha, nosotros, los hinchas, somos los que sufrimos.
La grandeza de Pumas está en juego, y el tiempo para salvarla se agota. La pasión del graderío no puede soportar más afrentas. El 70 aniversario debería haber sido un momento de celebración, de orgullo. En cambio, se ha convertido en un recordatorio doloroso de lo lejos que estamos de lo que alguna vez fuimos.
Es momento de actuar. Es momento de que Pumas recupere su gloria, porque si no lo hacemos ahora, puede que nunca volvamos a ser grandes.