“Lo trágico no es perder, sino hacerlo creyendo que tiene sentido. Esa es la más cruel de las victorias del sistema: convencernos de que nuestra derrota es épica.”

Notas para una filosofía del futbol, fragmento encontrado en una servilleta del Toks de Copilco.

Hinchar por Pumas no es una decisión. Es una condena estética. Una herejía alegre contra el mundo moderno. Porque mientras allá afuera los clubes se arman como corporativos, nosotros seguimos vendiendo nostalgia. Donde otros compran títulos, nosotros enmarcamos derrotas dignas. La nuestra es una ideología futbolística basada en la apoteosis del fracaso. Un absurdo disfrazado de paradoja. Una ética de la derrota. Una manera profundamente romántica —y a veces profundamente estúpida— de alentar sin garantías.

Ser de Pumas es pertenecer a una cofradía secreta de ilusos con corazón de mártir. Es creer en la cantera como si todavía existiera. Es jurar que hay mística, aunque la mística realmente es mítica. Es pensar que Efraín nos va a salvar, aunque sepamos —muy en el fondo— que también valdrá madres.

No, no se trata de títulos. Nunca lo fue. Lo nuestro no es competencia. Es liturgia. Es poesía torpe escrita con botines embarrados. Es una ceremonia de huevos, ternura y desamor. Cada jornada es una tragedia en tres actos: esperanza, ilusión y desengaño. Pero ahí estamos. Siempre. Hinchando. Amando. Como quien se enamora sabiendo que lo van a dejar. Porque perder duele menos que traicionarse.

Y no es que no nos demos cuenta. Claro que vemos los errores, los ridículos, las eliminaciones infames. Pero hay algo que nos arrastra. Un fuego terco que no se apaga. Un instinto de pertenencia que no entiende de lógica. Porque esta pasión no es racional: es un acto de fe sin teología. Una adicción emocional al desamor. Nos enamoramos más cuando nos ignoran, cuando nos humillan, cuando todo se derrumba. Pumas nos duele. Y por eso se le ama. Estamos jodidos.

Nos aferramos a la cancha como a una trinchera perdida. Celebramos un pase al Play-In como si fuera la octava. Besos al de las chelas y abrazos a desconocidos. Aplaudimos un empate con nueve jugadores como si hubiéramos vencido al Real Madrid siendo el Atlante. Porque en este club no se ganan copas, se gana dignidad. Se gana belleza en la caída. Y eso, aunque nadie lo entienda, creemos que es valioso.

Hay quienes creen que esto es masoquismo. Pero no. Es romanticismo. Un romanticismo náufrago, sucio, imperfecto, desesperado; pero firme. Es la creencia idiota de que vale más perder con huevos que ganar sin alma. Es morir de pie. Es mirar al América a los ojos aunque sepamos que nos va a pasar por encima. Es no bajarse del ring, aun sabiendo que ya sonó la campana. Es darlo todo sin que nadie más dé un peso por el equipo. Ni sus propios jugadores. Que caminan la cancha. Huevones.

Y sí, es imposible hinchar por Pumas sin ser un cretino o, al menos, un iluso. Pero yo ya me acostumbré a vivir en el delirio. A amar lo que desilusiona. A esperar milagros donde ya no hay profetas. Y por eso, lo último que me queda, ese remanente de esperanza que guardo como a un fósforo en medio del huracán, se llama Efraín. A él le apuesto todo. Mi fe, mi ternura, mi locura. Aunque sé —con toda la melancolía del que ha amado demasiado— que también él terminará por joderme.