Para Fernando de Buen, que me inspiró
El futbol mexicano, atrapado en su propia podredumbre, se desmorona como un teatro de sombras donde la corrupción manipula el desenlace y la justicia se queda fuera del guion. El reciente Pumas vs. Rayados no fue un partido, sino una representación burda de lo que este deporte ha llegado a ser: un espectáculo amañado donde el marcador final, 3-5, no solo reflejó errores defensivos y un portero superado, sino la ignominia de un arbitraje vergonzoso.
La televisión quería un clásico regio en semifinales. Ese era el plan. Y Monterrey, con talento y recursos de sobra, cumplió. Pero lo hizo con la ayuda de un sistema que no se molesta en ocultar sus vicios. César “El Gato” Ortiz y Fernando Guerrero desde el VAR ignoraron dos penales claros que habrían reescrito la historia del partido. Pumas, que ya enfrentaba sus propias debilidades, quedó moralmente devastado ante decisiones arbitrales que se sintieron como un golpe bajo.
En contraste con el sinsabor de la cancha, las gradas del estadio olímpico universitario fueron una locura melódica. La tribuna auriazul, un gladiador incansable, se desvivió desde el primer minuto. No pararon de cantar ni de brincar, incluso cuando la eliminación se veía inevitable. Y cuando todo parecía perdido, el inconfundible “¡Cómo no te voy a querer!” se alzó con más fuerza que nunca. Al final, los goyas retumbaron como un eco de resistencia. La cancha vacía, cubierta de desesperanza, contrastaba con un graderío bañado en lágrimas. Ese contraste es el corazón del futbol: la entrega de la afición frente a la traición del sistema.
En medio de esta desolación, una figura sobresale: “El Chino” Huerta. Es el alma, el nervio, la rabia hecha futbol. Si algo le queda a este equipo, es él, con su coraje desbordado y su entrega total en cada jugada. Huerta juega con más que técnica, juega con corazón, con los arrestos que pocos tienen en un deporte tan corrompido. Pero ya no lo merecemos. El Chino debería volar a Europa, buscar el crecimiento y la justicia que aquí no encontrará. Que se salve de esta maquinaria que engulle todo lo que toca.
¿Se merece Pumas jugar una semifinal después de recibir cinco goles en casa? Tal vez no. Pero ese juicio no debería provenir de un arbitraje comprado, de un sistema diseñado para beneficiar intereses externos. Lo que sucedió no fue futbol; fue una burla.
La hinchada cósmica, que nunca deja de alentar, merece algo mejor. Cada canto, cada salto, cada lágrima es un testimonio de amor incondicional. Este amor no puede ser traicionado eternamente. Soy puma en las buenas y en las malas, pero en las malas mucho más, porque cuando la esperanza se tambalea, es cuando más se necesita creer.
El futbol mexicano no está herido, está corrompido hasta la médula. Pero mientras exista una tribuna que cante, que salte y que llore, hay una chispa de vida que ningún sistema podrá apagar. Aunque duela. Y vaya que duele.