En medio de un ambiente enrarecido por dos agudos conflictos bélicos en zonas cercanas en esta época de misiles hipersónicos y drones, aún puede observarse algún atisbo de la belleza y el deportivismo que distinguen a los Juegos Olímpicos de París 2024.
En cuanto a organización, los juegos han tenido cuestiones francamente vergonzosas. Desde una polémica a mi juicio innecesaria en la ceremonia inaugural, hasta un río Sena “limpio”, pero aún contaminado con bacterias fecales y las quejas sobre la mala alimentación y la incomodidad de las camas en la villa olímpica que parecen volverse costumbre de un tiempo a la fecha.
En el lado de la belleza del deporte, hemos sido testigos de hazañas extraordinarias, como la primera medalla olímpica en la historia de la pequeña isla de Santa Lucía para Julien Alfred, quién dominó los 100 metros planos femeninos de forma extraordinaria.
También presenciamos la muestra de deportivismo de Simone Biles y Jordan Chiles, quienes hicieron una reverencia a la legendaria gimnasta brasileña Rebeca Andrade.
En el otro lado de la moneda está el duelo que sufren no solo los atletas que se quedan a punto de ganar una medalla o en un lugar el cual no esperaban, sino las familias de los miles de niños asesinados o lesionados en lugares como Gaza por el gobierno de un país que ni siquiera está vetado de los Juegos Olímpicos. Cuestión de contrastes.